El pequeño Mateo

Vivía en un rincón tranquilo de Quito, rodeado de imponentes montañas que parecían susurrar secretos al viento. Desde muy niño, soñaba con volar. No con aviones ni cometas, sino con sus propias alas. Pasaba horas observando a los colibríes danzar en el aire, a las águilas planear majestuosamente sobre los Andes, y su corazón se llenaba de un anhelo profundo.

En la escuela, cuando compartía su sueño, las risas resonaban en el aula. «¡Volar! Mateo, eso es imposible. Los humanos no tienen alas,» decían sus compañeros, con la certeza de quienes repiten lo que siempre han escuchado. Incluso algunos de sus familiares, con cariño pero con escepticismo, le aconsejaban enfocarse en «cosas más realistas».

Pero Mateo no se rendía. En secreto, en el pequeño patio trasero de su casa, construía artilugios extraños con plumas encontradas, trozos de madera y telas viejas. Se subía al muro bajo, agitaba sus creaciones con fervor, y saltaba, solo para caer torpemente sobre la hierba. Cada caída dolía, pero no tanto como la punzada de duda que a veces intentaba colarse en su corazón.

Un día, la feria del barrio llegó con su bullicio y colores. Entre los puestos de comida y los juegos mecánicos, Mateo vio un pequeño espectáculo de magia. Un anciano mago, con ojos brillantes y una barba blanca como la nieve, hacía levitar pequeños objetos con movimientos suaves de sus manos. Mateo se acercó con curiosidad, observando cada detalle.

Al finalizar el espectáculo, Mateo se armó de valor y se acercó al mago. Con la voz temblorosa, le contó su sueño de volar y las burlas que recibía. El anciano lo escuchó con atención, sin interrumpir ni mostrar sorpresa. Cuando Mateo terminó, el mago sonrió con dulzura.

«Joven amigo,» dijo el mago, con una voz sabia y pausada, «la magia más poderosa no siempre se ve. A veces, reside en la fuerza de creer en lo que otros no pueden ver. Ellos ven límites donde tú ves posibilidades. Su realidad no tiene por qué ser la tuya.»

El mago tomó una pequeña pluma de su bolsillo y la puso en la mano de Mateo. «Esta pluma no te dará alas,» explicó, «pero te recordará que la verdadera ala ya la posees: la fe inquebrantable en tu corazón. Cultívala, aliméntala con tu pasión y tu perseverancia, y algún día, de una forma que quizás ahora no imaginas, te elevarás.»

Las palabras del mago resonaron profundamente en Mateo. Dejó de prestar tanta atención a las risas y a las dudas ajenas. Se concentró en aprender, en observar el vuelo de las aves con una nueva perspectiva, estudiando la aerodinámica en libros viejos que encontraba en la biblioteca. Ya no construía alas toscas, sino que llenaba cuadernos con dibujos y teorías.

Los años pasaron. Mateo no desarrolló alas literales, pero su pasión por el vuelo lo llevó por caminos inesperados. Se convirtió en un ingeniero aeronáutico brillante, diseñando aviones innovadores que rompían récords de altura y velocidad. Sus creaciones maravillaban al mundo, y aquellos que una vez se burlaron de él ahora lo admiraban.

Un día, durante la inauguración de su último y más revolucionario avión, Mateo vio entre la multitud al anciano mago. Sus ojos brillaban con el mismo brillo de aquella tarde en la feria. El mago le sonrió y asintió levemente.

En ese momento, Mateo comprendió. Él había volado. No de la manera que imaginó de niño, pero había superado las limitaciones impuestas por otros, impulsado por la fuerza inquebrantable de su propia creencia. Había demostrado que creer en uno mismo, incluso cuando nadie más lo hace, es el motor más poderoso para alcanzar las alturas, sean cuales sean. Su vuelo no era físico, sino el vuelo triunfal de un espíritu que nunca dejó de creer en su propia capacidad de alcanzar lo imposible.


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