El Lienzo en Blanco de Sofía

Sofía siempre había vivido rodeada de la pulcra perfección. Su padre, un renombrado arquitecto, trazaba líneas impecables y construía estructuras que desafiaban la gravedad con una precisión milimétrica. Su madre, una pianista de renombre, interpretaba partituras complejas sin una sola nota en falso. En ese hogar de logros consumados, el miedo al error se cernía como una sombra silenciosa.
Sofía, sin embargo, sentía una punzada de anhelo hacia un mundo más libre y caótico: el del arte. Le fascinaban las pinceladas audaces, las explosiones de color y la libertad de expresión que veía en los cuadros de las galerías. Pero cada vez que tomaba un lápiz o un pincel, una voz familiar resonaba en su mente: «Ten cuidado, Sofía. No vayas a estropear el papel. Recuerda la pulcritud».
Así, sus intentos artísticos quedaban relegados a pequeños bocetos ocultos en cuadernos, temiendo la crítica, el juicio, el «fallo» que parecía tan ajeno a su entorno familiar. Con el tiempo, esa timidez se extendió a otras áreas de su vida. Evitaba probar cosas nuevas, participar en actividades donde no se sintiera completamente segura de tener éxito. El miedo a no alcanzar la perfección la paralizaba.
Un día, mientras ordenaba el estudio de su abuela, una artista olvidada por la historia familiar, encontró un lienzo grande, prístino, esperando ser tocado. Junto a él, una nota manuscrita con una caligrafía temblorosa decía: «Querida nieta, la verdadera belleza no reside en la ausencia de errores, sino en la valentía de crear a pesar de ellos. No tengas miedo de fallar, ten miedo de no intentarlo.»
Esas palabras resonaron profundamente en Sofía. Era como si su abuela, a través del tiempo, le estuviera hablando directamente a su corazón. Por primera vez, el miedo al fracaso palideció ante una idea más aterradora: la de vivir una vida sin explorar su propia creatividad, sin atreverse a dejar su propia huella en el mundo.
Con manos temblorosas, tomó un pincel. La pintura se sintió extraña al principio, la textura áspera del lienzo la intimidaba. Su primer trazo fue inseguro, una línea vacilante que no se parecía en nada a la precisión de su padre. La vieja voz del miedo intentó susurrar en su oído, pero la ignoró.
Durante días, Sofía pintó. Al principio, sus creaciones eran torpes, llenas de errores de perspectiva y combinaciones de colores discordantes. Frustración y la tentación de abandonar la asaltaron en varias ocasiones. Pero recordaba las palabras de su abuela y seguía adelante. Cada «fallo» se convertía en una lección, cada mancha inesperada la llevaba a descubrir nuevas texturas y formas.
Un día, sin darse cuenta, Sofía se detuvo y observó su lienzo. Ya no era una superficie inmaculada, sino un torbellino de colores vibrantes y formas abstractas. No era perfecto en el sentido tradicional, pero era visceral, lleno de energía y, sobre todo, era suyo. En cada trazo imperfecto, veía la valentía de intentarlo, la libertad de expresarse sin las cadenas del miedo.
Cuando su padre entró al estudio y vio el lienzo, su reacción inicial fue de sorpresa. No era la pulcritud a la que estaba acostumbrado. Pero al observar la pasión que emanaba de la obra, la audacia de los colores y la honestidad de la expresión, una sonrisa suave se dibujó en su rostro. «Es… diferente, Sofía. Tiene vida.»
Su madre, al ver la pintura, se acercó conmovida. «Veo tu corazón en este lienzo, hija. No te reprimas nunca más.»
A partir de ese día, Sofía nunca más tuvo miedo de intentarlo. Se unió a un taller de arte, experimentó con diferentes técnicas y estilos, y aunque cometió innumerables «errores» en el camino, cada uno de ellos la acercó más a su propia voz artística. Descubrió que la verdadera belleza no reside en la perfección inalcanzable, sino en la autenticidad de la expresión, en la valentía de explorar los límites y en la alegría de crear, incluso cuando el resultado no es el esperado.
Sofía nunca llegó a ser tan famosa como su abuela, pero encontró una alegría profunda y una libertad inmensa en el acto de crear. Su lienzo, aquel que al principio parecía un desafío intimidante, se convirtió en un testimonio de que el verdadero error no es fallar, sino permitirse vivir una vida sin atreverse a intentarlo, sin dejar que la belleza imperfecta de nuestra propia expresión florezca en el mundo. Y así, Sofía aprendió que en el vasto lienzo de la vida, el miedo a no intentarlo es el único trazo que verdaderamente borra la posibilidad de una obra maestra
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